Desde la mujer que soy,
a veces me da por contemplar aquéllas que pude haber sido;
las mujeres primorosas, hacendosas, buenas esposas,
dechado de virtudes que deseara mi madre.
No sé por qué la vida entera he pasado rebelándome contra ellas.
Odio sus amenazas en mi cuerpo.
La culpa que sus vidas impecables, por extraño maleficio, me inspiran.
Reniego de sus buenos oficios; de los llantos a escondidas del esposo,
del pudor de su desnudez bajo la planchada y almidonada ropa interior.
Estas mujeres, sin embargo,
me miran desde el interior de los espejos,
levantan su dedo acusador y, a veces, cedo a sus miradas de reproche
y quiero ganarme la aceptación universal,
ser la “niña buena”, la “mujer decente”, la Gioconda irreprochable.
Sacarme diez en conducta con el partido, el estado, las amistades,
mi familia, mis hijos y todos los demás seres
que abundantes pueblan este mundo nuestro.
En esta contradicción inevitable entre lo que debió haber sido y lo que es,
he librado numerosas batallas mortales,
batallas a mordiscos de ellas contra mí
-ellas habitando en mí queriendo ser yo misma-
transgrediendo maternos mandamientos,
desgarro adolorida y a trompicones a las mujeres internas
que, desde la infancia, me retuercen los ojos
porque no quepo en el molde perfecto de sus sueños,
porque me atrevo a ser esa loca, falible, tierna y vulnerable,
que se enamora como alma en pena de causas justas,
hombres hermosos y palabras juguetonas.
Porque, de adulta, me atreví a vivir la niñez vedada,
e hice el amor sobre escritorios –en horas de oficina-
y rompí lazos inviolables y me atreví a gozar el cuerpo sano y sinuoso
con que los genes de todos mis ancestros me dotaron.
No culpo a nadie. Más bien les agradezco los dones.
No me arrepiento de nada, como dijo la Edith Piaf.
Pero en los pozos oscuros en que me hundo,
cuando, en las mañanas, no más abrir los ojos siento las lágrimas pujando,
veo a esas otras mujeres esperando en el vestíbulo,
blandiendo condenas contra mi felicidad.
Impertérritas niñas buenas me circundan
y danzan sus canciones infantiles contra mí.
Contra esta mujer hecha y derecha, plena.
Esta mujer de pechos en pecho y caderas anchas
que, por mi madre y contra ella, me gusta ser.
a veces me da por contemplar aquéllas que pude haber sido;
las mujeres primorosas, hacendosas, buenas esposas,
dechado de virtudes que deseara mi madre.
No sé por qué la vida entera he pasado rebelándome contra ellas.
Odio sus amenazas en mi cuerpo.
La culpa que sus vidas impecables, por extraño maleficio, me inspiran.
Reniego de sus buenos oficios; de los llantos a escondidas del esposo,
del pudor de su desnudez bajo la planchada y almidonada ropa interior.
Estas mujeres, sin embargo,
me miran desde el interior de los espejos,
levantan su dedo acusador y, a veces, cedo a sus miradas de reproche
y quiero ganarme la aceptación universal,
ser la “niña buena”, la “mujer decente”, la Gioconda irreprochable.
Sacarme diez en conducta con el partido, el estado, las amistades,
mi familia, mis hijos y todos los demás seres
que abundantes pueblan este mundo nuestro.
En esta contradicción inevitable entre lo que debió haber sido y lo que es,
he librado numerosas batallas mortales,
batallas a mordiscos de ellas contra mí
-ellas habitando en mí queriendo ser yo misma-
transgrediendo maternos mandamientos,
desgarro adolorida y a trompicones a las mujeres internas
que, desde la infancia, me retuercen los ojos
porque no quepo en el molde perfecto de sus sueños,
porque me atrevo a ser esa loca, falible, tierna y vulnerable,
que se enamora como alma en pena de causas justas,
hombres hermosos y palabras juguetonas.
Porque, de adulta, me atreví a vivir la niñez vedada,
e hice el amor sobre escritorios –en horas de oficina-
y rompí lazos inviolables y me atreví a gozar el cuerpo sano y sinuoso
con que los genes de todos mis ancestros me dotaron.
No culpo a nadie. Más bien les agradezco los dones.
No me arrepiento de nada, como dijo la Edith Piaf.
Pero en los pozos oscuros en que me hundo,
cuando, en las mañanas, no más abrir los ojos siento las lágrimas pujando,
veo a esas otras mujeres esperando en el vestíbulo,
blandiendo condenas contra mi felicidad.
Impertérritas niñas buenas me circundan
y danzan sus canciones infantiles contra mí.
Contra esta mujer hecha y derecha, plena.
Esta mujer de pechos en pecho y caderas anchas
que, por mi madre y contra ella, me gusta ser.
Gioconda Belli.